viernes, 5 de febrero de 2010

LA VENGANZA SIEMPRE LLEGA

 
La noche ya había caído sobre la gran ciudad.
La noche ya no era abrupta ni tenebrosa, como en los siglos pasados, cuando era tan sencillo atemorizar, e incluso, para disgusto suyo, matar de terror a más de un incauto.
Ahora la noche se asemejaba al día. Este hecho era, obviamente, del agrado de Giuseppe que había empezado a recordar las lejanas mañanas gracias a la luz eléctrica que se colaba por los resquicios de las ventanas. Se veía muy bien el mundo desde aquella monumental altura.
El vampiro se había sentado en la cornisa de un alto edificio situado en una de las avenidas principales de la gran ciudad. Desde allí podía divisar con deleite a las gráciles oficinistas y a las dóciles y eficientes secretarias que cumplían sus últimas labores antes de regresar a sus seguros y confortables, unos más y otros menos, hogares.
Aquellas jóvenes despertaban sus apetitos tanto los necesarios para subsistir como los carnales, pero, de momento, esperaría.

Viró la mirada hacia la otra avenida en la que había varios bloques de pisos. Algunas de las ventanas mantenían aún las persianas subidas y las luces estaban encendidas. En uno de los apartamentos la persiana estaba subida del todo, pero no había nada de luz. Giuseppe aguzó el oído para comprobar, como había imaginado, que aquella casa estaba vacía. Y se echó a reír con una llamativa a pesar de breve carcajada.
- Los humanos siguen siendo igual de incautos, a pesar de los cambios que los tiempos nos dan -Reflexionó en voz alta.
Era su voz muy melódica y profunda, dulce y grave a la vez, como el sonido del violoncello. Y sus manos, sus modales y movimientos constataban que era un gran seductor, que sabía lo que hacía y controlaba la situación en todo momento.
De repente sus sentidos se activaron al notar una presencia conocida y esperada, sí, era ella, ciertamente era Muriel quien paseaba, como una humana más bajo la noche de luz pálida y cristalina de luna.
- !Qué osada! -Exclamó Giuseppe con un tremendo e injustificado enfado.
Vale, era cierto, ella era libre de hacer cuanto se le antojase, pero...

La mujer avanzaba implacable, precisa y suave entre la maraña de gente que cubría las calles como el néctar de miel derramándose, esparciéndose sobre todo aquello que tocaba.
El enojo de Giuseppe iba en aumento.
Ella no debía haberse marchado de su lado a pesar del comportamiento celoso de su compañero, a pesar de sus gritos y desaires, a pesar de su... de su indecisión ante todo. Ella tendría que estar siempre a su lado, como su fiel compañera, como su igual en las alegrías y las penas, en la sed y en la abundancia de sangre.
Pero Muriel, suficientemente cansada de sus arrebatos injustificados de celos (para ella no tenía la más mínima importancia el hecho de conquistar y seducir a sus víctimas para matarlas en el lecho y alimentarse de ellas mientras morían dormidos) no conseguía comprender porqué Giuseppe se enfadaba con ella cuando entre divertidas risas le contaba su último festín.

Cierto es, que al ser compañeros, deberían haber compartido el alimento, pero si ella cazaba sola era porque Giuseppe lo prefería así, porque él mataba en las últimas horas nocturnas, cuando el alba estaba cercana, para hacerlo con prisa, como un reto, y para intentar recordar los amaneceres que le habían sido robados hace tanto.
En realidad, por lo que Giuseppe cazaba solo era por su sensibilidad a esos momentos previos al alba. Él fue convertido en vampiro contra su voluntad antes de que amaneciese, por ello no pudo despedirse del día como el resto de los vampiros. El último día que vio amanecer no supo que no volvería a ver lucir el sol, y cada vez que el alba estaba cercana, sentía ganas de sollozar, a veces lo hacía y no habría soportado que Muriel viera sus lágrimas, aquello habría sido una vergüenza.
No aprendió a ser un vampiro como los demás, porque tuvo que aprenderlo todo él solo hasta que en su camino se cruzó con Muriel y se convirtió en su compañero.
Era su acuerdo algo tácito ,estaban unidos por el amor y la desesperación, pero, sobre todo, para no hallarse solos.
Giuseppe jamás se había atrevido a marcharse de su tierra natal, ni siquiera a salir del país, y desde que encontró a Muriel no se había molestado en buscar a más congéneres, así que, en cierto modo, y para ellos, no existían en la tierra más vampiros que ellos dos. Y ellos dos eran los reyes, los poderosos mandamases del universo, que jugaban con las vidas de los humanos.

Aquella noche el hambre y la desesperación habían llevado a Giuseppe a elaborar un maléfico y descabellado plan.
Llevaba pensándolo desde que salió al caer la noche al alféizar del edificio, pero luego su mente había dejado de librar aquella batalla para calmarse y olvidar sus planes mientras observaba el ir y venir de la gente en las ventanas así como la marabunta humana reinante en las calles.
Pero, tras ver a Muriel, su calma se desvaneció y volvieron a él los antiguos deseos.
Más ahora, cuando el hambre acuciaba sus sentidos, no había tiempo para finar su plan, era necesario alimentarse, y cuanto antes, mejor.
No trazaría, como en otras ocasiones un escueto y hábil modo de acción puesto que la noche anterior no había cazado y se sentía demasiado hambriento, pero tampoco elegiría al azar.

En esto vio a una joven que llamó profundamente su atención desde la amalgama de hierros y cables, antenas parabólicas y ladrillo visto en el que se alzaba imponente sobre la densa ciudad.
Aquella mujercita era menuda, emanaba un perfume de lirios salvajes que la hacía oler apetitosamente. Su pelo era tan negro como el carbón y vestía ropajes como la noche, oscuros, largos y abrigados. Sus ojos eran oscuros, marrones, quizá y labios tan rojos como la sangre que Giuseppe ansiaba con todo su ser.
Se movía de un modo extraordinario para su pequeña estatura.
No aparentaba más de veinte años de edad.
Su pelo flotaba entre el viento.
Su perfume de lirios...
Su dulce y palpitante sangre...
caliente...
sabrosa...

Giuseppe dio un salto desde la cornisa y empezó a bajar del edificio, veloz como un rayo. Se perdió entre la gente avanzando a una velocidad espectacular, imposible de ver por el ojo humano, buscando a aquella joven, olisqueando su aroma en el cielo nocturno infectado de humo, gasóleo, olores humanos, sudor y prisa.

Ella ya no estaba.
Habría regresado a su seguro hogar, donde él ya no podría perturbar su paz.
Giuseppe se maldijo a sí mismo por no haber ocupado su vano tiempo en desarrollar mejor sus capacidades olfativas, pues, al notar tantos olores en la calle se había sentido tan confuso que había perdido a aquel prodigio de joven.
Ojalá volviera a cruzarse ella en su camino...

Volvió, despacio y cabizbajo haciéndose pasar por un pordiosero abandonado a su mísera suerte, hasta un parque que había frente al edificio que le servía como hogar.
Aquel bloque altísimo de pisos poseía una cornisa lo suficientemente grande como para que cupiesen bajo ella dos nidos de pájaros y una larga caja de cartón, pero, lo más importante era que la cornisa era tan amplia como para impedir el paso de los rayos de luz, por mucho sol que luciese, así que se convertía en el escondite ideal para alguien aficionado a las alturas, para alguien tan observador y analista como era Giuseppe.
El vampiro prosiguió la espera hasta que un auténtico vagabundo se acercó a él, quizás buscando calor humano o conversación, pero lo cierto es que lo único que encontró fue la muerte entre los brazos de Giuseppe. Una vez saciada su hambre, regresó a su seguro escondrijo para dormir hasta la próxima puesta de sol.

En sus sueños Muriel y aquella joven desconocida le persiguieron. Deseaba tanto vengarse de Muriel, de su abandono, que se le ocurrió la manera ideal, y volvió a su antiguo plan, no, no se alimentaría de aquella seductora joven, la convertiría en un igual, en su compañera. Sin duda aquel prodigio llegaría a oídos de Muriel, que se retorcería de celos. Así que empezó a pensar como haría para poder acercarse a ella sin que sospechase, para seducirla, para vampirizarla.
Lo que Giuseppe no sabía es que también Muriel había decidido vengarse de él, de su mal genio, de sus desplantes, de la soledad a la que la había confinado con tal de no seguir soportándole. Y su venganza sería letal e inesperada.
Estuvo muy atento, sin perder detalle de todo lo que sucedía allá abajo, en las bulliciosas calles, y de repente, en una esquina, apareció ella, la nueva dueña de sus cuitas. Descendió del edificio y fue aproximándose a la joven, sin perderla por un momento de vista.
La joven entró a un callejón solitario y Giuseppe la siguió.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para atacarla, ya era demasiado tarde para enmendar el error cometido. Aquella joven tenía unos largos colmillos, era ya de su misma especie y si Giuseppe y Muriel eran los únicos vampiros de la zona...

Además aquella joven había guiado a Giuseppe hasta el callejón con un cometido claro y conciso. A Giuseppe no le dio tiempo a reaccionar, y comprendió que su antigua compañera le había guardado aún más rencor que él a ella si se había preocupado de preparar tan cruel venganza. Pero no le dio tiempo a pensar mucho más, ya que la joven le rebanó el cuello y pateó su cabeza muerta como si fuese una pelota, abandonando después el callejón, envuelta por la oscuridad, por los sonidos de las calles, el cláxon de los coches y el alboroto generalizado que dejaría atrás para reunirse con su mentora, con su adorada Muriel.

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