Después de acostar a los niños, María (de profesión sus labores en casa y fuera de ella) se dejó caer sobre el sofá de la sala, esperando, en vano, que el contacto con el mullido asiento recargara su vacío depósito de energía.
A aquellas horas (eran las nueve) sus músculos no daban ya mucho de sí; agarrotados, rendidos, no le permitían moverse con soltura; sin embargo, aún se esperaba de ella buena disposición para enfrentarse a la última tarea doméstica de la jornada: hacerle la cena a su esposo, que si era fiel a su costumbre (y siempre lo era) entraría en el hogar a eso de las diez. María sabía que la negligencia no le estaba permitida, ni siquiera si se debía a un agotamiento terrible.
Disponía, no obstante, de treinta minutos antes de iniciar el trajín. De modo que colocó las piernas (un puro calambre a causa de tantas idas y venidas) sobre la mesa, al tiempo que acomodaba la nuca en la suave curva del cabecero.
Aunque su primera intención no era la de dormirse, no pudo evitar que el cansancio y la somnolencia tiraran de sus párpados hasta cerrarle los ojos por completo. Aprovechando su ceguera, el sopor le envenenó el cerebro con imágenes que se sucedían rápidamente, sin sonido, nimbadas por un aire surreal, que hacían presagiar la llegada del verdadero sueño.
Poco a poco, los estímulos sonoros del exterior (el goteo de una espita mal cerrada en el jardín; el maullido de una pareja de gatos; el silbido del viento...) dejaron de entrar en su cabeza, ahora ocupada por visiones extrañas: contempló como una niebla gris, que escapaba de una grieta del suelo, se tragaba sus pies. María, no se resistió al incruento ataque; se sentía muy a gusto en las fauces de aquel monstruo etéreo: ligerísima, como si flotase; además, el cansancio había desaparecido como por ensalmo.
Sumida en estado tan placentero, le pareció escuchar voces en torno a su oído: efectivamente, alguien, oculto en los intersticios del aire le hablaba en un idioma desconocido, que sonaba a latín, aunque, desde luego, no lo era.
Con total indiferencia, escuchó cómo una voz, de timbre agudo desgranaba largas parrafadas que no comprendía. Pero, de repente, la boca invisible interrumpió sus recitaciones, y, durante unos segundos, permaneció en silencio, como si pensara a conciencia lo que iba a decir a continuación. Acabada la tregua, volvió a tomar la palabra, y entonces, con una claridad que no dejaba lugar a dudas, pronunció el nombre de la durmiente, quien asustada, no sólo por eso, sino también por el roce de unos dedos fríos que se paseaban impúdicamente por su rostro, despertó al instante.
La niebla había tomado la forma de una figura femenina (una mujer de aspecto juvenil, ojos verdes y piel pálida) que vestía casco guerrero y brillantes atavíos de blancura inmaculada, y de cuya mano izquierda pendía un hacha doble, similar a los "labrys" cretenses.
La intrusa, envuelta toda ella en una luminosidad irritante, esbozó una encantadora sonrisa, con la que intentaba hacerse grata a los ojos de la dueña de la casa, lo cual, dadas las circunstancias no parecía fácil.
- ¡Dios mío: pero si estoy despierta! -exclamó María, pellizcándose el brazo hasta provocarse un buen morado- Entonces es que he perdido el juicio; porque esto tiene toda la pinta de ser una alucinación...
La aparición rió a carcajadas, y después, dijo:
- Palabra de honor que no soy un sueño, pero es a través de ellos como me puedo manifestar en tu mundo.
La joven mujer tragó saliva; una confusión poderosísima embotaba su mente; por primera vez en su vida se veía en la ardua tesitura de tener que optar por creer lo que le comunicaban sus ojos o en el dictamen de la razón; y es que aquellos dos informadores, ella siempre había pensado que de reputada solvencia, le ofrecían noticias contradictorias acerca de un mismo acontecimiento, como si se hubieran puesto de acuerdo para embromarla. Pero la duda llevada a tal extremo podía dañar su manera de percibir las cosas: había que decidir rápidamente para no dar pábulo a la demencia; así que, al cabo, María falló en contra del sentido común, para admitir, a renglón seguido, aunque no sin reservas, que un ser extraño que tenía por mala costumbre cabalgar los sueños de los demás, estaba en su salón, barrenándola con sus ojos y con ganas de pegar la hebra. Viniera de donde viniera y fuera cual fuera su naturaleza, por el mero hecho de haber allanado su casa, había adquirido el estatus de visita, lo cual le otorgaba el derecho a ser tratada con respeto y deferencia por ella, quien, sabedora de sus obligaciones como anfitriona; y, aun a pesar de su estupor, le preguntó su nombre, ya que en sociedad es preceptivo empezar por hacer las presentaciones.
- Me llamo Geirtrair -respondió la otra, muy ufana- Y estoy aquí porque quiero ser tu amiga...
"¡Menos mal!", pensó María, al escuchar la declaración de intenciones del ente luminoso, quien desmentía con sus palabras pacíficas lo que sugerían su atuendo y los destellos terroríficos de su hacha de combate.
Antes de que la joven pudiera dar la réplica a su interlocutora de otro mundo, ésta volvió a deleitarla con su voz límpida y cantarina:
- Hace muchos años que te observo, desde que eras una criatura que no levantaba ni dos palmos del suelo; siempre has tenido unos sueños extremadamente vívidos, como a mí me gustan... Las personas que, como tú, viven hacia adentro crean una buena escenografía para el teatro nocturno. Pero desde que te emparejaste la calidad de tus sueños ha disminuido, y eso de veras me preocupa. Por lo que conozco de los humanos, sé que existe una relación directa entre los avatares de vuestra existencia en vigilia y los delirios oníricos: una vida como la tuya, de constante sacrificio, gris y deprimente, es difícil que coloree las fantasías, aunque, por lógica debería ser al revés... Alabo tu dedicación a los hijos, pues yo también soy madre, pero me indigna que por atender a tu trabajo, a tu hogar y a tu compañero macho, no dispongan de un solo minuto para tu persona. ¡Me das tanta pena!
Al mencionar la tal Geirtrair a su esposo, le vino a la memoria a María que el susodicho estaba al caer; él odiaba las visitas, en especial, las de amigas suyas. No le gustaría nada, nada, encontrarse a la vuelta con aquella individua, que, para colmo de males, cuestionaba la devoción que, por motivo de matrimonio, ella le debía. Pero lo peor no era eso, sino que con el afán de atender bien al espectro estaba descuidando sus tareas: la colación vespertina brillaba por su ausencia; en el mejor de los casos, él pondría el grito en el cielo; pero si actuaba conforme a su carácter, del tortazo no le libraba nadie.
- Mira; no quisiera parecer maleducada, - dijo María, intentando, efectivamente, usar un tono cortés- pero debemos interrumpir este encantador, aunque corto, encuentro; otro día, si quieres, podemos hablar largo y tendido; ahora, he de...
Geirtrair, que sabía con exactitud lo que estaba pensando su amiga terrestre, no le permitió concluir la frase. Con gesto airado dijo:
- ¡Cuántos miramientos hacia un ser que te maltrata, que detestas y que no mueve un dedo para ayudarte! ¡Qué buena fortuna que en mi mundo no haya hombres! Pertenezco a una raza antigua y sabia de vírgenes guerreras que viajan por los universos cazando sujetos como el que tú tienes por compañero: ¿sabes qué hacemos con ellos? Los descuartizamos y se los servimos a nuestras famélicas hijas, para quienes su carne es una auténtica golosina. Necesitamos amigas como tú, amigas que nos ayuden a...
- Pero eso es una aberración...- opinó María, interrumpiendo, notablemente escalofriada- Y, además, está en contra de los Derechos Humanos, que, si en verdad fueras tan sabia, deberías conocer...
Geirtrair rió la ingenua observación; era evidente que en ella no regían las leyes promulgadas por instituciones humanas; porque (y no había que ser un lince para deducirlo) su estirpe nada tenía en común con la del Homo (mal llamado) Sapiens.
- Nunca comprenderás mi proceder sin conocer las duras condiciones de existencia de mi país, que fue antaño ubérrimo, pero que en el transcurrir de los eones se tornó estéril. Podría abusar de las palabras; no obstante, prefiero que sean esos ojos en los que tanto confías los que hablen por mí...
María no entendió en un principio qué era lo que su invitada quería decirle con tanto circunloquio; cayó en la cuenta cuando le hizo un elocuente gesto con la mano: quería que la siguiera; pero, ¿a dónde?
De repente, la dama blanca rasgó el aire con su dedo índice, que parecía un estilete afiladísimo, hasta que ante sus ojos quedó una abertura de bordes luminosos. A partir de entonces, María experimentó una curiosa relajación de la voluntad y un cierto oscurecimiento de la consciencia; parecía que la luz azulada que brotaba a borbotones de aquella puerta que comunicaba los mundos, la inducía de nuevo al sueño. Como flotando, atravesó el umbral fantástico en compañía de la visitante, convertida ahora en anfitriona y cicerone.
María se encontró sin saber cómo, sobrevolando un valle de proporciones titánicas, desolado y rojizo, que vientos huracanados azotaban sin piedad. Las montañas circundantes rascaban con sus abruptas cumbres un cielo anormalmente purpúreo; no había nieve en las altas cotas, ni asomo de vida vegetal en regiones más bajas. La mirada de la exploradora terrestre se acercó a gran velocidad a una misteriosa formación cónica que ocupaba el centro del gran valle. De lejos la había juzgado obra de la naturaleza, mas ahora que la tenía a pocos kilómetros podía observar los detalles de su fábrica; aquella estructura, aquel artificio formidable construido con roca fundida, metales desconocidos y vidrio opaco, estaba contorneada por una escalera espiral de millares de peldaños, que unía su pie y su cima, rematada por un palacio de cristal transparente que emitía luz en todas direcciones. Miles de seres de tamaños y formas variados circulaban por la eterna sucesión de escalones, acarreando materiales de construcción y depositándolos en los numerosos niveles inconclusos de la Gran Torre. Los obreros se afanaban reparando arcos, columnas, pretiles, vanos, cornisas, frisos, capiteles, rampas y balaustradas; un trabajo pesado y peligroso, pues los andamios sobre los que se apretaban parecían frágiles como la paja a merced de aquel viento.
- ¡Bienvenida a mi casa! - exclamó Geirtrair, que volaba junto a María, aunque ésta no pudiera verla- Esos que ves esforzándose en cien ocupaciones distintas son las Sombras, nuestros esclavos; parecen cuerpos pero son almas, por usar un concepto de tu cultura; de los muertos, como ves, se aprovecha todo...
Tan horrorizada estaba María que no podía articular palabra; las sombras, los muertos, esclavos... :¿qué raza degenerada era aquella?; ¿por qué suponía Geirtrair que mostrándole tal espectáculo suscitaría su compasión? Lo que sentía era asco y espanto; que había caído en el infierno y que su acompañante no era más que un demonio.
Pero la viajera sobrenatural, que leía los pensamientos de la mujer como si estos se pasearan por delante de su frente, le hizo contemplar, para afectar a su sensibilidad de madre, algo que estaba escondido en lo profundo de la Torre, lejos de las inclemencias del exterior.
De forma mágica, los muros de la fortaleza se hicieron, súbitamente, transparentes, dejando al descubierto las inmensas estancias, escaleras, pasajes y crujías que conformaban su entraña. Su formidable aspecto de solidez contrastaba con la frágil presencia de los centenares de seres luminosos que pululaban por el laberinto, muchos de los cuales habían perdido el brillo y permanecían inmóviles en las esquinas, mientras que otros, de una tonalidad azulada (color que en aquella estirpe no humana es síntoma de decaimiento y enfermedad) yacían exhaustos y temblaban, esperando la extinción.
No fue necesario que la dama espectral explicara que aquellas eran sus hijas: María lo comprendió al sentir en su propio corazón la ira que bullía en el de su acompañante, con tanta fuerza irradiaba de él. También a ella la visión la emocionaba y deprimía; de siempre había lamentado el injusto reparto de las riquezas que hace a unos opulentos y a otros indigentes; lo que nunca había imaginado es que la hambruna fuera conocida más allá de los dominios del hombre. Ciertamente, la situación justificaba los métodos de recolección de alimentos de Geirtrair: por un hijo se hace lo que sea, y, desde un punto de vista racional, no parecía existir ninguna diferencia entre que su marido se comiera una vaca y que la prole luminosa se comiera a su marido: para ambos el alimento provenía de seres inferiores, y, una vez admitido esto, ni el escrúpulo ni el remordimiento tenían razón de ser.
Al pensar en su hombre, María se despertó a la realidad: la cena seguía sin hacerse, y desde luego, no se haría nunca si permanecía un minuto más en aquella tierra que no era la suya. Con un tremendo esfuerzo de voluntad, se sustrajo al poder de la doncella cazadora, quien, en apariencia nada disgustada por la descortesía, la dejó marchar sin más.
María y su esposo llegaron al mismo tiempo a la casa; él saludó a su Eva con la desgana de costumbre, sin reparar en lo demudado de su rostro, efecto de una experiencia poco común que era muchísimo mejor no divulgar; ella, sin duda más aterrorizada por la presencia de aquel hombre hambriento, para el que no había dispuesto ninguno de sus platos favoritos, que por el recuerdo de su alucinante viaje al Otro Lado, apretó los labios, mientras él, sin más, se dejaba caer en el sofá, a la espera de su bien merecida refacción.
El orondo caballero exigió la cena que no llegaba, en un tono ascendente, en lo desagradable, que culminó con un grito cuando María, con los ojos temblorosos por el miedo, le confesó que no había tenido tiempo para prepararle ni un bocado. Aunque intentó subsanar su error manifestando su intención de volar a la cocina en ese mismo momento, el furibundo cónyuge no parecía dispuesto a perdonar el descuido: tomó a su costilla por los cabellos (con una maña que delataba la mucha práctica que tenía en ese menester) y le soltó un par de bofetadas ejemplarizantes, cuya memoria, esperaba, le sirviera de acicate para no bajar la guardia en lo tocante a las tareas domésticas, que, por imposición natural (y por tanto divina) a ella le correspondía desarrollar. María se fue hacia sus fogones, dolida y llorosa. Por consejo de su dignidad, no obstante, recompuso el semblante para llevar a cabo aquel servicio a su hombre.
Sacó de la cazuela el pollo, y se lo sirvió, aún humeante. Ella permaneció de pie, mirándole de manera harto enigmática, en silencio, mientras él daba buena cuenta de la infortunada ave delante del televisor. Nunca le pareció tan repulsivo como entonces: comía con las manos, llenándose la boca hasta los topes, como si hiciera siglos que no untara la panza; acompañaba, además, al pollo con pedazos enormes de pan, cuyas migas, esparcidas sobre la mesa y el sofá, no pensaba en absoluto recoger: ¡qué mal enseñado estaba!; ¿qué habría visto en un basilisco semejante para entregarle su cuerpo, su alma y su fuerza de trabajo?
María intentó pensar en otra cosa; cerró los ojos y concentró su atención en una idea que se le había clavado en la mente. No resultaba fácil mantener fijo el pensamiento mientras un glotón devoraba ruidoso su cena, pero aun a pesar de las trabas, su espíritu alcanzó la iluminación onírica (no en vano estaba reconocida, por toda una experta en la materia, como una soñadora sin igual)
Creyó ver en su trance inducido, imágenes de una espantosa matanza: una habitante del ultramundo despedazaba a golpes de hacha a un hombre cuyos rasgos no le eran desconocidos; había sangre por todas partes, vísceras desgarradas, miembros arrancados del sitio... La víctima, milagrosamente viva después de perder muchos de los componentes de su cuerpo, suplicaba compasión a su altiva matarife, pero ésta, acostumbrada a las quejas de las reses sacrificadas, no le hacía el menor caso. Con un movimiento de la mano, indicó a decenas de seres de su linaje, de aspecto macilento, que tomaran de la presa cuanta carne necesitaran; la turba se abalanzó sobre el caído entre risas y cánticos de júbilo, que sonaban tan inocentes y festivas como los de unos niños que celebraran un cumpleaños.
La acción metódica de cuarenta o cincuenta dentaduras espectrales desnudó de materia al espíritu del pobre caballero en cuestión de décimas de segundo: era un alma horrible, de color rojizo, que no desentonaría del lugar espantoso a donde iba a ser conducida por su captora, una sombra que se pasaría la eternidad erigiendo una torre para una raza de seres partenogenéticos y que jamás recordaría quién había sido.
Geirtrair, feliz por haber podido atajar, de momento, la necesidad de su amplia descendencia, dirigió una sonrisa franca y cordial a su cómplice humana, quien entendiendo que le agradecían la colaboración dijo:
- No es nada, mujer: las madres deben ser solidarias entre sí...
A lo cual respondió la guerrera inmaculada, no sin cierto regodeo:
- Así sea...
viernes, 5 de febrero de 2010
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