miércoles, 27 de enero de 2010

LA QUEMADA (LO QUE SE HACE POR AMOR)



Durante más de dos centurias,
una calle fue nombrada por la fuerza de un suceso: La Quemada.
Ante esto, vale revirar y decir que también el fuego es testigo de amores pasionales, tragedias y purificaciones.
El fuego lo limpia todo, hasta extinguir de raíz el mal o,
por qué no, el bien. El fuego fue el personaje principal del Santo Oficio,
aunque esta institución perversa no es parte de la siguiente historia.

Queda este documento, por lo tanto y mientras no haya otro que lo contradiga,
como testimonio para aquellos que aún creen que el fuego es cosa de los infiernos y que no se han dado cuenta de que el fuego pasional redime la soledad suicida y a las sábanas olorosas que elevan a los cuerpos por los mismísimos cielos.
Sea pues.


Durante mucho tiempo los habitantes de la ciudad de México caminaron por una calle llamada La Quemada. Algunos sabían el origen de este nombre, otros oteaban, y hasta abrían más los orificios de la nariz para olfatear algunos leños quemados, en busca de una casa quemada, y nada.


Los primeros años después de la conquista, al llegar a la Nueva España, la ilusión y la ficción de muchos inmigrantes fue la de hacer fortuna o acrecentarla. Era la tierra de la gran promesa. Otros dirían: la tierra del gran botín de la Corona española. Con los sueños a cuestas, varios peninsulares viajaron con toda la familia hacia tierras americanas. Así fue como llegó don Gonzalo de Espinosa Guevara, un hombre que hizo fortuna y enviudó a los pocos años. Su mujer, doña Gertrudis Orduña, trabajó duro para acrecentar sus bienes, pero la riqueza ansiada trae abstinencia de muchos gozos y la mujer murió por ahorrar, sin atender su cuerpo, y un día enfermó y enfermó tanto que se consumió.


Los días fríos de soledad, obligaron a pensar a don Gonzalo, sólo a pensar, en una nueva esposa; pero antes se propuso casar bien a su hermosa hija Beatriz con un buen caballero, noble de preferencia, y europeo. Don Gonzalo se volvió taciturno y dejó de preocuparse por él, pero no de su hija, quien poseía una extraordinaria cabellera que le caía en cascada hasta descansar en las no menos hermosas y frondosas caderas. Cosas de la naturaleza divina. La bella doncella era una niña cuando salió del pueblo llamado Villa de Illescas. Al ser huérfana de madre, la bella moza se dedicó a atender a su padre y a entregar parte de su fortuna, para el descanso del alma de su madre.


Al paso del tiempo y ya en edad de merecer marido, sin que se afanara en buscarlo, tenía fama de dama entregada al rezo y de dar limosna a cuanto menesteroso se parara frente a su casa o ante su beata mirada. En la Ciudad de México pronto se supo que destinaba parte de sus bienes en dádivas a los pobres, tullidos, mancos, tuertos y enfermos.
Un día soleado, con criados y ropa de campo, dicen las voces mejor enteradas, Beatriz enfiló su carruaje hacia Texcoco, para visitar a unos parientes lejanos.

En el camino le brotó su espíritu caritativo y fue dando dinero a cuanto pobre y miserable se encontraba a su paso, que no eran pocos los indios, mulatos y españoles pobres los que pululaban por el Valle de México. Doña Beatriz entregó y entregó dinero hasta que se le acabó; miró a su dama de compañía, le pidió prestado y como el camino era largo y los pobres se multiplicaban como pan de cesto santo, entonces empezó a despojarse de sus joyas para regalarlas; sí, para que los menesterosos las vendieran y se compraran lo que necesitaban para remediar sus necesidades más inmediatas. Y es que, por bondad divina, la moza hacía tal caridad; era tan buena y también lo estaba, decían algunos crápulas al verla caminar rumbo a misa de las seis de la tarde.

Ahí rezaba por su madre, por su padre y por los pobres y enfermos. Al salir del templo, los pordioseros, tullidos, cojos mugrientos, ciegos malolientes y cuanto mendigo hacía de este oficio un acto de contrición, estiraban la mano para recibir unas monedas, otros aprovechaban para tocarle la fina y delicada mano, siempre tan tibia y tersa

En esos tiempos, la fama de doña Beatriz por su caridad, corrió por todo la ciudad y sus alrededores; pero también la de mujer bella, de blanca piel y pechos bondadosos como dos cúpulas bien firmes mirando al cielo. Muchos fueron los caballeros de la corte y advenedizos que la rondaban y solicitaban su mano; pero ella estaba más empeñada en servir a los pobres. La hermosa joven atendía a sus tuertos, tullidos, ciegos, mancos, sordomudos, leprosos, borrachos, zaramullos y viejos quienes hacían huequito en sus manos para recibir la limosna de la bella mujer. Hasta los ciegos la “veían” llegar y los mancos “estiraban” las manos para rozar sus trajes.


Un día llegó a la Nueva España un noble joven italiano, que bien vestía y bien hablaba cosas galantes. Y de él se enamoró. Este caballero, de veintinueve años, se llamaba Martín Scúpoli, marqués de Piamonte y Franteschelo, al que conoció en una fiesta que ofreció el virrey don Luis de Velasco, en el mes de febrero de 1551. De ahí nació una turbulenta y apasionada relación, llena de sobresaltos diurnos y nocturnos.


Siendo tan bella Beatriz, provocaba los celos de don Martín Scúpoli, quien no pocas ocasiones tuvo que sacar la espada para defender el honor de su amada, y el propio. Don Martín la adoraba y ya estaba de acuerdo con su padre para desposarla. Sin embargo, sufría tanto por la belleza de Beatriz, que muchas veces se le vio echarle agua bendita a su espada y al puñal para no perder la vida sin haber disfrutado del amor mundano.
-¡Que Dios guarde mis armas con su bendición para defender mi honor y el de mi amada! -se le escuchaba decir. Los celos abren heridas, así nomás porque sí.


La virtuosa mujer amaba a don Martín, no quería que la celara con tanta pasión; pasión que brillaba como el arma toledana de su señor, a la menor provocación de una mirada o de un piropo. Le atormentaba que sus encantos físicos esclavizaran tormentosamente a su amado... Por eso, doña Beatriz tomó la decisión de acabar con su belleza, y con ésta, las incertidumbres de su querido mancebo.


Con banal pretexto echó a la calle a criados y doncellas; cuando su padre no se encontraba en la ciudad. Acercó un bracero a su habitación y para darse valor, puso en una repisa la imagen de Santa Lucía, quien un día se arrancó los ojos porque un caballero la asediaba. Tomó un rosario en sus manos y con todo dispuesto, avivó el fuego y lentamente acercó su rostro entre rezos y llanto... La imagen de su madre enferma se le presentó, también la figura cansada de su padre; pero sobre todo, el rostro atormentado de don Martín Scúpoli, marqués de Piamonte y Franteschelo, por quien hacía el sacrificio... Los puños de sus manos los mantenía bien apretados para darse fuerza; sentía un nudo en la garganta que parecía asfixiarla... Su fuerza de voluntad ante el martirio la hacia mantener su rostro en el fuego. Demasiado suplicio la hizo levantar el rostro, fuera de sí lo acercó de nuevo hasta sentir el desprendimiento gelatinoso de cara quemada.

Ante el sacrificio, los gritos no pudieron ser reprimidos en el pecho y de la calle, como pudo, entró el padre mercedario fray Marcos de Jesús, forzó la puerta de la habitación de Beatriz para socorrerla. Perplejo, el fraile vio la carne viva, quemada, del rostro de la desgraciada mujer. -¡Quééééé hacéiiiisss hiiiija míaaa, detenéos! -Demasiado tarde. Los ojos, antes seductores, ahora tenían una expresión triste y dolorosamente atormentada. El olor a carne quemada se esparcía por la casa de don Gonzalo de Espinosa Guevara. ¿Y ese murmullo? Era el de la gente que se aglutinaba en la entrada de la casona para enterarse de lo sucedido. Los gritos de la bella dama y del fraile habían sido escuchados por muchas personas que, a esa hora, ya lucubraba a unos cuantos metros del lugar de la tragedia...


Don Martín fue informado del suceso cuando hablaba de los toros que se correrían durante la fiesta del 13 de agosto, día de San Hipólito, santo patrono de la ciudad. Cuando escuchó lo del percance, rápido salió del comercio de platería donde miraba un collar para su amada y, a grandes zancadas, extenuado llegó a casa de doña Beatriz. El fraile mismo le abrió la puerta y alejó a los curiosos con condenaciones por quererse enterar de lo que no les correspondía que, aunque no era pecado grande eso de enterarse de las cosas ajenas, las palabras de un fraile sí eran de temerse y entenderse.


A don Martín le contó todo, de cómo la vio con la piel todavía con carbones al fuego vivo en el rostro. Y de las atenciones que le brindaron unas mujeres que le pusieron raíces y cortezas de árbol para aliviar las quemaduras. Llorando entonces el caballero italiano, al darse cuenta del sacrificio, la abrazó, y aunque después quiso agarrar los carbones del bracero para sentir el martirio, lo detuvieron. Nada se podía hacer ante la desgracia de los malditos celos que hacen que el alma dude, sollozó el italiano.


Tiempo después y sobreponiéndose de las miserias de la carne que un día puede ser bella y otro sólo recuerdo, decidió casarse con doña Beatriz, la del cuerpo aún hermoso y el rostro quemado. Algo quedaba de ese amor: un sacrificio para no olvidar. Al poco tiempo, las nupcias se celebraron y, se dice, fueron felices. Las curaciones con cortezas de árbol recetadas por unas indias de Ecatepec no dieron los resultados deseados, pero mitigaron algo la fealdad de la aún caritativa mujer; sobre todo en la oscuridad de la bella alcoba que cobijaba su amor y bajo la mirada protectora de un cristo negro.


Los celos de don Martín se desvanecieron. No era para menos, su dama salía con el rostro cubierto con una mantilla. Y si salía a la calle, salía con él. Pero muchas veces aun lo tuvo que controlar en sus ratos iracundos cuando algún caballero miraba ese cuerpo bien dotado por la naturaza divina. En sus adentros y de dientes para afuera le decía a doña Beatriz: ¡Vuestro cuerpo, Dios me lo ofreció a mí! -¡Calle, don Martín, que Dios condena la \lujuria! -Susurrando le decía: -¡La mía no es lujuria, es veneración por el calor y la tersura de su piel!


Así, este suceso le vino a dar nombre de La Quemada a la que hoy es la octava calle de Jesús María, allá por el rumbo del barrio ahora de La Merced, ubicada entre Regina y Mesones. Cosas que sucedían y suceden por el amor. Amor que a veces es un dolor que mata. Amor que a veces, por lo menos, duele tanto; más que una espada de buena factura de Toledo, que es poco decir.


Y terminamos este suceso con un refrán que encontramos en un negocio de la calle del Arquillo (hoy Cinco de Mayo): ¡Los celos hasta en el desvelo velan la herida!
Usted amigo, amiga, tenga cuidado con el fuego, o por lo menos apáguelo lentamente con su pareja. ¡Ah!, y tenga cuidado con los sacrificios de amor. El amor por sí mismo ya es un sacrificio que nos obliga a veces a naufragar en los mares de la incertidumbre.

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