viernes, 29 de enero de 2010

28 DE DICIEMBRE

 
Abrí los ojos. Todo a mi alrededor permanecía igual: La mesita de hierro, la silla de plástico de color marrón, un inodoro mugriento y visitado constantemente por las moscas y una pequeña ventana por donde se dejaban oír sonidos lejanos, inciertos... Todo igual.

En cambio yo no estaba como siempre. Sabía que en breves minutos vendría el sacerdote para infundirme valor y esperanza: valor para aguantar con entereza lo que hacía meses estaba anunciado y esperanza... supongo que la esperanza debía guardármela como pasaporte, como tarjeta codificada con la que abrir la puerta del cielo.

Valor y esperanza.

Valor para andar en dirección a la muerte. Un paso detrás de otro, un metro más, un metro más... valor para mirar a los que me odian y valor para aguantar sus miradas, su desprecio, sus ganas de matarme con sus propias manos.

Esperanza para que todo sea rápido, sin dolor. Para que esa descarga eléctrica salvaje y repentina no deje momentos de sufrimiento. Que todo sea inmediato, sin convulsiones, sin gritos...

El sacerdote se plantó de pie, delante de mí. No me había dado cuenta de que ya estaba dentro. Sus manos sostenían el Libro Sagrado y un discreto crucifijo de plata. En su expresión se adivinaba algo que, de momento me sorprendió, pero enseguida deduje que esa expresión era la misma que utilizaba siempre en estos casos.

Su pesadumbre implícita en el momento no me servía de nada. Sólo deseaba oír su voz, saber si su dicción iba a ser la adecuada en este momento, en que nada te sirve, en que sólo deseas que todo termine lo antes posible... Sólo deseas que el tiempo pase deprisa en su redonda representación.

-Hola... supongo que sabes por qué estoy aquí, ahora, contigo.
-Lo sé padre. Y creo que es porque no tiene nada mejor que hacer.
-Esto no es agradable... y lo sabes. Si te soy sincero, en estos momentos preferiría ser otra cosa que sacerdote.
-¿Y eso por qué?
-Porque las palabras no te sirven de nada ahora. Todo es irremediable... Ni Dios puede evitarlo.
-Sí padre, ni Dios puede evitarlo. Ni dios puede evitarlo...

La Ley de Dios no encuentra espacio en la ley de los hombres.
Y los hombres no encuentran a Dios cuando se trata de condenar a muerte.

-Ahora sólo puedo hacerte compañía, esperar contigo el momento.
-Sí padre, espere conmigo el momento.
Cuatro guardias esperaban en el pasillo. Esperaban a que el cura terminara... a que el reloj diese la hora señalada. Pero para nada esperaban a que yo les dijese que estaba preparado para morir.

Les miré a la cara, a los ojos. Todos ellos bajaron o volvieron la cabeza, excepto ella. Sí, ella, paciente... observándome, sin bajar la cabeza, penetrándome el alma turbada por el miedo.

Respiré hondo. Me levanté del catre diciendo a los guardias que el cura ya había terminado.
-Faltan dos minutos. Cuando se cumplan saldrás de la celda.

¡Ah cabrón! Dos minutos, dos jodidos minutos de espera para que abras la puerta y puedas oler el sudor que me empapa la camisa.

Ella sonrió al captar mi pensamiento. Sí, dos minutos de paciente impaciencia rondando por mi cabeza para volverme loco del todo. Un segundo detrás de otro. Una respiración detrás de otra respiración...

Ante mí se extiende un largo pasillo. En el suelo de éste, las sombras de los barrotes de las puertas quedan dibujadas por las luces de las pequeñas lámparas. Sombras ciertas, tajantes, sombras que hablan de límites y desesperación, de libertad racionada, de niebla que se extiende a tu alrededor confundiéndote, extraviando su valor en algún rincón oscuro e inaccesible. Y sin embargo, y por raro que parezca, estoy tranquilo, a pesar de que ella está detrás de mí, entonando una melodía desconocida y extraña. Pero entiendo a quién se la dedica: a mí, sólo a mí.

En sus manos una pequeña bola de cristal transparente gira sin cesar, de una mano a otra, recorriendo sus marcados pliegues, saltando por el angosto camino que forman sus huesudos y largos dedos. Algo me dice que en esa esfera está metida un alma... y ella juega con ella, decidiendo si la soltará para romperse en miles de trozos que se extenderán tanto que ni Dios podrá juntarlos, cuando quiera mirarme a los ojos y saber si dentro de ellos hay vida o hay negrura y muerte.. Cordura o locura. Y yo lo entiendo: no creo que quisiese volver a pasar por la experiencia de echar a otro ángel negro de su comunidad.

Y seguimos andando.

Pocos metros quedan ya para el final. Mis ojos sólo ven negrura y muerte. La tranquilidad me abandona tan de repente como había llegado. Allí, al final del pasillo, cuando éste se ensancha formando una habitación, está esperando lo que yo tanto temo: la electricidad... la muerte.

Comienzo a sudar con más intensidad. Mi corazón no late, o al menos eso es lo que yo pienso ya que no siento latidos, sino cañonazos. Todo mi ser se estremece ante la idea de que pronto me sentaré en esa silla horrible y rara, en que las manecillas del reloj clavado en la pared indicarán al domador que ya puede soltar a la fiera.

Ella sonríe, proporcionando a su rostro una mueca insoportable.
-Sí, el final se acerca – dice con despreocupación, como si el hecho de morir achicharrado no tuviese la mayor importancia. Pero en realidad nada me extraña: tiene en su manga todas las cartas ganadoras y eso la hace todavía más insoportable.

Puedo contestarle, pero callo porque todo se mezcla en mi cabeza: las palabras del cura, que a pesar de toda la sinceridad con la que me ha aclarado que nada tenía que decirme, está ahora leyendo párrafos para la ocasión, el eco de esas palabras, el eco de esas pisadas, el eco de los cañonazos que dispara mi corazón... y la sonrisa de ella.

Freno en seco. Detengo mi cuerpo, los de los guardias, el del sacerdote, el de ella. Todos me miran ala vez y en cada una de esas miradas hay una pregunta. Respondo a todas esas interrogaciones con un grito que me parte de las entrañas a velocidad de vértigo. Un grito largo, estremecedor hasta para mí mismo. El corazón dispara con más fuerza obligando al pecho a convertirse en un auténtico campo de batalla. Por mi espalda, rayos de electricidad suben y bajan provocándome temblores... pero todo es inútil.

Dos de los guardias me arrastran, como a un mueble viejo, en dirección a la sala, donde las miradas me esperan para clavarme a la silla.

El médico me toma la tensión. ¿Para qué coño querrá saberla si dentro de nada mi tensión va a elevarse por encima de cuarenta? ¡Da igual, da igual!

El sacerdote me mira, pero no directamente a los ojos, supongo que le falta valor.

Valor y esperanza...
Yo en cambio sí que lo miro directamente, con valor, sin esperanza, pero con valor. Lo mito pensando que es muy desgraciado... incluso más que yo en estos momentos.

Uno de los guardias me coloca una ventosa en la sien izquierda y otra en la derecha. Están frías... pero pronto el calor las calentará sin problema alguno.

Por unos instantes, me olvido de observar los preparativos para dedicarme a contemplar a las personas que esperan el desenlace al otro lado de los cristales. Y ninguno de ellos tiene valor para devolverme la mirada: estaba equivocado, muy equivocado. Todos ellos carecían del valor suficiente para mirarme, pero guardaban, sin embargo, la esperanza de saber que pronto moriría, que pronto desaparecería de sus vidas, convirtiéndome sólo en un recuerdo. Sólo una de esas personas sí que me mira: ella y sólo ella... esperando, esperando con las alas desplegadas y con la esfera preparada para estrellarla contra el suelo.

Otro guardia instala al lado derecho y muy cerca de mi brazo, un aparato con una palanca en su centro. Después inserta tres cables en él para luego introducirlos en el aro de metal que me rodea la cabeza a la altura de la frente. Tengo la cabeza sujeta, así como las piernas y el brazo izquierdo. Pero ¿y el derecho? ¿Por qué no el derecho?

Una quietud inoportuna se hace en la habitación. El silencio me oprime la garganta, tanto que pienso que también me han atado por el cuello.

Esperar, esperar con valor, con esperanza, esperar sin dolor, sin dolor. Un segundo, dos, tres, cuatro... La impaciencia penetra en mí como un hierro caliente. Quiero que todo termine, pero nada pasa, nada. No existe nada comparable al desasosiego que me embarga al preguntarme el por qué de esta espera... el por qué de tener el brazo libre, el por qué de esa palanca al alcance de la mano.
-Bien, es la hora... ¿dispuesto?
-A ti que te parece, carcelero de los cojones.
-Ahora debes accionar la palanca.
Ella sonríe de nuevo.
-¿Qué?
- La palanca. ¡Vamos hombre! Si no la accionas no habrá descarga.
-No entiendo. ¿Tratas de decirme que yo...?
-Sí. Tú debes darle a la palanca.
Ella me mira fijamente, viendo cómo los ojos se me inundan de agua.
-¿Debo matarme? ¿Es eso lo que tratas de decirme?
-Sí, ya te lo he dicho...
Las lágrimas comienzan a mojarme la cara. Estos cabrones pretenden que yo mismo me electrocute... debo estar soñando, soñando que soñaba que yo mismo me electrocutaba.

Ella ya no sonríe. Su cara se entrega a una risa malvada, traviesa y malvada como la de un loco.
-Tú, hija de puta, ¿de qué te ríes?
Joder, ¿qué está pasando aquí? Sé que estoy condenado a muerte, conozco la sentencia desde el mismo día que me trasladaron al corredor de la muerte. Lo sé, lo sé, losé... Primero en el mes... Dijeron que la sentencia se haría efectiva en Diciembre. Pero, ¿y el día? Vamos a ver, hoy es, hoy es... sí, hoy es veintisiete de Diciembre... hoy es...

Ella ríe con intensidad, con fuerza, sin ningún escrúpulo, sin respeto... Pero miro el calendario que está justo al lado del reloj y compruebo que hoy es...
- ¡Hijos de puta! Hoy es el día de los inocentes. Hoy no es veintisiete... ¡hijos de puta! ¡Yo ya tendría que estar muerto, ya tendría que estar muerto...!
Lo comprendo todo: el dejarme el brazo derecho libre, la palanca, las palabras del guardia... todo.
Comenzó a gritar de rabia, de impotencia. Sólo quería librarse de las correas para pegar, para insultar, para llorar en un rincón. Pero con sus movimientos para librarse de las correas, el codo derecho empujó la palanca que activó la electricidad alcanzando por entero su cuerpo.

Ella despegó, soltando la esfera, que rompiéndose en miles de trozos, liberó el alma atormentado de aquél que había sido víctima de una inocentada.

Ella se introdujo en su cuerpo buscando el hilo que aún mantenía la chispa encendida, para apagarla por completo. Y después, volvió a desplegar sus alas, para alejarse de allí, de él y de su ignorancia.

El sacerdote se acercó a su cuerpo aún humeante... pero no demasiado, ya que, aún le faltaban el valor y la esperanza de saber que algún día podría dejar de lado los días oscuros destinados a reconfortar el espíritu de los condenados, incluido el 28 de Diciembre.

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