domingo, 28 de marzo de 2010

AZUL

Al despertar en su cama se desperezó y se restregó los ojos. Sus largos y blancos dedos tocaron su frente y una alarma en su interior se disparó. ¿Un grano?. ¡Por Dios! Con treinta y tres años, un hombre hecho y derecho no podía ser víctima del acné. Instintivamente palpó de nuevo con sus yemas blandas, las yemas de un pianista, tersas y pulcras, la pequeña protuberancia que había descubierto tras un largo y reconfortante sueño.
Un incómodo malestar le arrebató la comodidad de su descanso y se levantó, casi furioso, de la cama.
Entró en el cuarto de baño para mirar el supuesto maldito grano que había llegado tarde.
- ¿Qué...?
No podía dar crédito a sus ojos. Lo que veía tenía la apariencia física de una gota. Una gota azul. Sus pupilas se dilataron mientras se miraba de frente en el espejo. Sus ojos tenían el mismo color que aquel diamante de materia desconocida que había nacido, sin previo aviso, en el centro de su frente. Parecía un tercer ojo pero... ¿de dónde había salido?
Sus largos dedos volvieron a posarse sobre la gota azul y sus yemas se deslizaron sobre ella. Rememoró la gelatina tras palpar el bultito y se dijo que aquello era muy raro. Tenía la apariencia de un diamante pero el tacto le demostraba que era una sustancia blanda. Se lavó la cara e intentó despegar al intruso que había en su frente, pero ni siquiera frotando una áspera toalla que en su día fue de suave rizo americano consiguió despegarlo o desintegrarlo. Volvió a probar con jabón pero éste solo consiguió que fuera más difícil localizarlo.
Se dio pronto por vencido y volvió a tirarse en la cama. Su cuerpo pedía cinco minutos más de sueño y no pudo evitar quedarse dormido. Cuando había despertado, justo antes de tocar aquel bultito azul, había pensado que no necesitaba más descanso porque se sentía fresco y lleno de energías. Sin embargo aquella cosa extraña que se había apoderado de su frente provocando un golpe a su vanidad le había sentado como una patada en el estómago. El concierto era importante, pero su imagen también.

El sol aún no había salido y el concierto quedaba aún muy lejos. Además, para eso estaba su madre que, atenta y predispuesta a mimar a su exitoso hijo, le despertaría suave y amablemente con una bandeja que portaría un suculento desayuno.
Soñó con su actuación y disfrutó de aplausos eufóricos. Y volvió a despertar aun antes de que su madre apareciera por su habitación.
Instintivamente se llevó la mano a la frente y arrugó el ceño. ¿Dónde estaba aquella gota azul que, juraría, apenas diez minutos antes había tocado con sus dedos y visto con sus propios ojos en el espejo del cuarto de baño?. Sin levantarse aún de la cama, supuso que habría sido un sueño y que nunca se había levantado con aquella curiosidad.
Miró el reloj. Eran las siete y cuarto de la mañana. Faltaba aún más de media hora para que su madre acudiera a él con su desayuno. Decidió, dado que estaba algo excitado y bastante despierto, levantarse y prepararse él mismo su zumo de naranja y su café con leche. Incluso podría hacerse unas tostadas. No estaba de más quitarle algún cargo a su madre y ser él quien la mimara a ella. Tener un hijo famoso era un orgullo para la madre pero seguramente le alegraría más que el concertista fuera capaz de hacer algo más que teclear el piano con gracia y agilidad. Aunque tampoco estaba tan seguro... Pero daba igual. Aquella energía tenía que aprovecharla, le gustara o no a su madre que sus dedos cogieran un cuchillo y untaran mantequilla en unas tostadas. Decidido. No la despertaría y se encargaría él mismo de prepararse algo.
Penetró en el cuarto de baño y se miró al espejo. Sus ojos azules recorrieron su rostro y observaron detenidamente su frente. Allí no había nada. Lo había soñado. Le pareció increíble que el sueño hubiese sido tan real pero no ocupó su bendito cerebro creador de fantásticas piezas en darle más vueltas a aquello.
Sentado en el retrete y pensando qué traje utilizaría en el concierto su mirada se posó vagamente sobre el suelo de gres del lavabo. Un destelleante reflejo llamó su atención y parpadeó varias veces.
¿Qué estaba viendo?

En el suelo, cerca de sus pies, donde se había posado su mirada estaba aquella extraña gotita azul que le recordaba al mar y a sus propios ojos. Se acercó a ella y la escrutó con la mirada.
Un destello del diamante de gelatina le hizo retroceder y sentir un escalofrío en su espina dorsal. No obstante continuó allí observando la gotita que un rato antes había estado pegada a su frente.
- No me gusta. -Murmuró para sí.
No era un día frío, al contrario, el boletín meteorológico del día anterior había anunciado que habría subidas importantes de temperatura en Levante y a esas horas ya debería notarse la calidez del verano si no el calor sofocante del sol. El hombre sintió otro escalofrío y se abrazó a sí mismo.
Antes de que se diera cuenta, mientras sus ojos intentaban penetrar en el misterio de aquella gota azul que yacía sobre el suelo de gres, una invasión de escalofríos se había apoderado de su cuerpo, de sus músculos, de sus huesos...
Aún en el lavabo, con los pies clavados en el suelo, un malestar ignoto se hizo con el poder de su cuerpo y de su mente. Se sentía febril y tiritaba continuamente. ¿Enfermo justo antes de empezar el concierto? ¡Eso era imposible! ¡Terrible!.
Intentó despegar sus pies descalzos del gres pero algo se lo impedía. El malestar general se estaba acentuando y el hombre comenzó a sudar. Sus ojos iban y venían e inconscientemente parecían despedirse de la vida dejándole en ocasiones sólo una mancha blanca en sus cuencas frías. Le palpitaban las sienes.
El sudor comenzó a humedecer su cuerpo que fue objeto de extraños espasmos. Su mente pensaba en lo que le estaba sucendiendo y el terror se apoderaba de su cerebro.
¿Qué me está pasando?
Sus piernas perdieron fuerza y se doblaron lenta y esforzadamente hasta quedar acurrucado en el suelo del cuarto de baño.
Abrazándose a sus piernas intentó tratar de controlar aquella extraña enfermedad de la cual desconocía el nombre y sus ojos volvieron a bajar a su posición normal.
Un sonido gutural salió de su garganta al descubrirse rodeado de gotas de sudor azules, azules como el mar, azules como la gota con la que había amanecido en su frente, azules como sus propios ojos. El azul que había heredado de su padre.
Observó temeroso e incapaz de moverse cómo sus gotas de sudor azules se estiraban, se dejaban caer, se multiplicaban, se hacían cada vez más largas...
Y gelatinosas.

Sintió un nudo en la garganta y algo parecido a una bola de pelos de gato que le urgió a beber agua para no morirse atragantado o asfixiado. El miedo a morir fue más fuerte que el terror a lo que le estaba sucediendo e intentó controlarse, pero sus cuerdas vocales no le obedecían y su grito de auxilio quedó vacío en su cerebro.
Intentó movilizar su cuerpo pero parecía hecho de roca inerte. Sólo sus pupilas se empequeñecían y se agrandaban dentro de unos ojos que parecían bailar una danza lúgubre y enfermiza.
El frío lo tenía aterido y la inmovilidad, asustado.

Su mente, a pesar del miedo descontrolado, era lo único que parecía funcionar correctamente, aunque a veces tenía la sensación de estar delirando.
Intentó serenarse a pesar del manto azul y pegajoso que le estaba envolviendo y que iba cubriendo cada vez más su cuerpo.
Quería levantar la cabeza y mirar al techo para que sus ojos no fueran testigos de aquella extraña experiencia que parecía querer llevarle a la locura.
¡Dios misericordioso! ¿Qué he hecho yo para que me ocurra algo tan horrible?.
En su búsqueda por el control y la serenidad, cerró los párpados y agradeció a Dios que estos obedecieran sus órdenes mentales. Consiguió mantener los ojos cerrados y así dejar de sufrir una visión tan odiosa y terrible.
Notaba un frío inusual, ni seco ni húmedo, en sus piernas, en sus brazos, en sus pies y en sus manos. El frío se había apoderado de su estómago y de su espalda, de su pecho y de su garganta... Curiosamente, haciendo balance y analizando aquella situación, se percató de que su cabeza era la única que permanecía aislada del frío.
¡El cerebro!.
El cerebro puede con esa maldita cosa. El calor, la energía del cerebro, es poder.
Hizo un esfuerzo supremo por controlar algo más que su cerebro. Sus músculos estaban tensos, parecían cables de alta tensión, duros y fuertes, inamovibles.
Lanzó mensajes de lucha a su masa gris esperando solucionar así parte del problema y recurrió a todo su poder de concentración para ganar la batalla que estaba lidiando con aquella enfermedad azul.
Inconscientemente, no se le había ocurrido que aquello pudiera no ser una enfermedad. Él se había dedicado a la música, a la belleza de los sonidos que ágilmente creaban sus dedos sobre las teclas del piano. Jamás había estado convalenciente a menos que fuera un resfriado lo que le había mantenido con apenas unas décimas de más de fiebre, pero hasta eso había podido solucionarlo con un simple analgésico.
El hombre que permanecía acurrucado en el suelo del cuarto de baño rodeado de un manto azul cada vez más espeso que surgía con cada gota de sudor provocado por el delirio febril, un cúmulo de gotas gelatinosas azules que sólo dejaba libre su cabeza, nunca había estudiado Medicina. Jamás había leído un artículo, un libro o un reportaje sobre Medicina. Era un inculto en ese sentido. La música era su vida.
Y no sabía que su poder, la posibilidad de luchar contra aquella gota azul, estaba en recordar por qué había ido en su busca. ¿Qué podía haber pasado para que le hubiera elegido a él.? La respuesta era su única salvación pero él, no sólo no la tenía, sino que no le preocupaba llegar hasta ella porque estaba enfrascado en su propio miedo y en su ignorancia acerca de las enfermedades humanas. Además, aún tenía una prueba que superar de la que él no era todavía consciente y, llegado el momento, quizá no pudiera con ella.

Mentalmente pidió varias veces auxilio a una madre que aún permanecía acostada soñando con su difunto marido, feliz de rememorarlo como ella deseaba aunque fuese en sueños.
La ineficacia de sus peticiones mentales le hizo sentirse aún más débil y tuvo que pasar unos minutos de abandono para que se diera cuenta que él era el único que podía vencer ese mal.
Volvió a recurrir a su esfuerzo mental, pero esta vez no para avisar a su madre de que algo fatídico estaba sucediendo a su hijo, sino para movilizar su cuerpo y luchar contra la masa de gotas gelatinosas azules que le recordaban demasiado al azul de sus ojos.
En un esfuerzo supremo, un nuevo sonido gutural salió de su garganta. Pero no fue lo suficientemente subido de tono como para llamar la atención de su amorosa madre.
El agua le llamaba subliminalmente desde el grifo del lavabo, como si le hablara telepáticamente y le recordara lo sediento que estaba, y el hombre puso toda su pasión en llegar hasta ella. Haciendo acopio de toda su fuerza intentó mover un brazo y despegarlo de sus piernas.
El esfuerzo no fue todavía suficiente y comenzó a sentirse el hombre más inútil del mundo. Estaba demasiado mimado. Nunca había hecho nada por él porque consideraba que eso formaba parte del trabajo de su madre, mujer que había dedicado por entero su vida a la estrella del piano desde antes incluso de que quedara viuda con sólo treinta años. Así había sido educado y así creía que era la vida.
La inutilidad de la que se sentía presa le hizo rememorar, aún acurrucado y abrazado a sus piernas inmóviles, tiempos pasados en los que su madre había hecho todo cuanto había podido por librarle de la fealdad del mundo exterior.
De ese modo había convertido a su hijo en una fantasía del mismo modo en que le había despojado incluso de su virilidad y de su fuerza vital. Jamás le había permitido que se estropeara sus largos dedos de pianista y para ello había hecho cuanto estaba a su alcance para que su hijo utilizara sus manos lo menos posible.
Él había nacido para crear música. Eso decía su madre. Sus notas musicales surgían del piano volátiles, mezclándose con el viento y con las moléculas invisibles del aire, y con su música había llegado a los corazones de los seres humanos e incluso de los animales.
¿Por qué, entonces, estaba pensando que había hecho algo malo como para merecer tal ofensa?. Él era un genio. Su inmovilidad le sugirió la imposibilidad de golpear suavemente las teclas del piano y sintió como se hundía en la miseria.
¿Para qué otra cosa servía él.?

La necesidad de dejar de torturarse con el hijo inútil que había creado su madre hizo que mirara fijamente la gota azul que había en el suelo, justo enfrente de su cuerpo.
Un escalofrío mental le puso en guardia.
Eso se estaba riendo de él.

Quiso llorar al sentirse tan atrapado y antes de que se diera cuenta sus ojos comenzaron a dejar resbalar gotas azules de sus ojos.
¡Dios mío!.
Un hombre de su edad no debería llorar como un niño asustadizo pero esas lágrimas eran exactamente iguales que las gotas de sudor que se habían apoderado como una carcasa de su cuerpo y que ahora le mantenían inmóviles.
Caían pesadamente sobre sus mejillas y resbalaban hacia su pecho dejándose caer lenta y gelatinosamente hasta su estómago. Algunas de ellas se desviaban y cubrían sus brazos para llegar a sus piernas y, poco a poco, las lágrimas azules de materia desconocida llegaron a sus pies convirtiendo su cuerpo en una gruesa capa azul gelatinosa que lo envolvía completamente.
Quería dejar de llorar porque estaba empeorándolo todo sin embargo la situación era lo suficientemente terrible como para dejarse llevar por el desasosiego y la desazón.
Mamá, ¿qué me está pasando?.
Su estado febril le hizo evocar a su madre y la recordó de joven. Él tendría siete años y su madre treinta y tres. Su padre había muerto tres años antes pero había dejado un legado en el hogar y en sus vidas: su medio hermana Clara.
Recordar a Clara le hizo sentirse aún más enfermo.
Algo en su interior le decía que Clara tenía mucho que ver con aquella extraña enfermedad. Clara, y los maravillosos y vacíos ojos azules que también había heredado de su padre.
Hubiera deseado querer a Clara, amarla como a una verdadera hermana, pero su madre le había inculcado el pensamiento de que la niña no era más que un estorbo en sus vidas.
Su nombre melodioso podría haber hecho que pareciera dulce, y si se esforzaba un poco, su mente febril podía recordar que así era, pues Clara era una niña tierna y amistosa, sin embargo el poder que tenía su madre sobre él, el futuro pianista de renombre, la estrella de los conciertos de piano, hizo que el egoismo pudiera con el pensamiento infantil.
Todo hijo único deseaba tener un hermanito pero cuando llegó Clara a sus vidas tras la muerte de su padre, él sintió que su vida cambiaría a peor. Las atenciones de su madre estarían entonces repartidas y él tendría que conformarse con la mitad de su cariño.
Clara se dio cuenta de que aquello no ocurría ni a medida que pasaba el tiempo y aun así no rechistó. Era una niña en casa ajena. Ni siquiera sabía que su padre biológico estuviera casado y tuviera un hijo mayor que ella. Saber muerta a su madre la hundió en la desesperación pero su padre le había prometido que le daría otra familia, una familia maravillosa que la querría y la cuidaría eternamente.
Al menos hasta que seas mayor de edad y puedas valerte por ti misma, le había dicho él.
Clara había sonreído entonces y se había hecho ilusiones. Pero la familia nunca llegaba y su padre cada vez venía menos a verla. El colegio infantil en el que estaba interna se ocupaba de ella y de sus necesidades, pero Clara se conformaba con poco.
Un día, en cambio, apareció un hombre que según una de sus profesoras iba trajeado y era abogado, y se hizo cargo de ella. Le ayudó a hacer su maleta y se la llevó en coche a la ciudad, donde le esperaba su nueva familia. Hacía tiempo que su padre no iba a verla y creía que la había abandonado pero aquella voz masculina prometiéndole una familia le dio un motivo para sonreir.
Clara viajó soñando con las dulces manos de su padre que, a pesar de ser camionero, las lucía como un concertista de piano. Durante el camino se preguntó adónde viviría y con quién y, sobre todo, por qué no había venido su padre a recogerla. Pero no se atrevió a hacer ninguna pregunta.
El abogado condujo a la niña hasta su nuevo hogar y allí habló con una mujer de treinta años. Clara pudo notar en el tono de su voz que estaba dolida y confusa. Pero no sabía por qué. ¿Y dónde estaba su padre?.
Cuando el hombre se fue un niño le sonrió, pero Clara no le vio.
- ¡Es ciega!. -Exclamó el niño.
- Lo que faltaba. -Murmuró la mujer.

El hombre recordó a su madre tres años después, bella y solícita, acariciando sus cabellos y contándole bonitas historias sobre su futuro. Él se había decantado por la música a los cuatro años y ya llevaba tres y medio asistiendo a clases particulares. Clara tenía entonces seis y no iba a la escuela. Su madre decía que mientras nadie lo supiera no habría motivos de alarma. Para ello, llevaban ya tres años permitiéndole a Clara salir de la casa los fines de semana para que la vieran los vecinos pero durante el resto de la semana permanecía encerrada con la orden de no hacer ruido ni molestar. Clara se había convertido en un mueble de lunes a viernes y en una huérfana recogida por la bella viuda de sábado a domingo.
Clara se acostumbró a permanecer inmóvil en una silla y a dedicar su tiempo a pensar en lo que había perdido. Nadie hablaba apenas con ella y la falta de afecto la debilitó más que si no hubiera comido en una semana o estuviera necesitada de vitaminas.
El niño se dejaba mimar por su madre y apenas le dirigía la palabra a su medio hermana. Además, a su madre no le gustaba demasiado recordar que su marido le había sido infiel, por lo tanto, la pequeña Clara no era sino la prueba de su infidelidad y un tormento para la mujer.
Tras una semana en la casa de aquella mujer y el chico, Clara se había atrevido a preguntar dónde estaba su padre, y entonces una voz cínica le informó de que estaba bajo tierra.

En el lavabo, el hombre rememoraba momentos dulces con su madre, pero de vez en cuando, sin quererlo, venían a su mente imágenes de Clara.
Clara sentada, inmóvil, con la mirada perdida al frente y apenas viva. Sin una débil sonrisa que anunciara que era feliz.
En el tiempo en que el hombre fue niño jamás pensó que Clara no pudiera ser feliz. La niña tenía una casa, comida y televisión para entretenerse. ¡Ah, claro! Cuando no había nadie en la casa y ella se quedaba sola no podía encender la televisión por si llamaba la atención, pero el resto del tiempo.... Además, Clara no tenía nada más ¿no?. Debía estar agradecida de que su madre no se hubiese deshecho de ella.
O al menos eso pensaba mientras fue niño.
Ahora se sentía un miserable.

¿Tenía Clara algo que ver con lo que le estaba sucediendo?
¿Era posible que Clara hubiese vuelto para vengarse?
¡Qué estupidez! En aquella casa comprada con sus ganancias sólo vivían él y su madre, su afectiva y devota madre. Aún era bella y mantenía su porte altivo y orgulloso. Le acompañaba a todos los conciertos y siempre, siempre, le besaba en las mejillas y le decía aquello de eres el mejor que tanta fuerza y valor en sí mismo aportaba al hombre.
Jamás se había parado a pensar que aún estuviese soltero por culpa de su madre, entre otras cosas porque ambos pensaban igual.
La soltería, recorriendo imágenes fugaces en su mente, le hicieron recordar que ya tenía treinta y tres años, la edad que tenía su madre cuando murió Clara.

Su garganta estaba extremadamente seca y sólo la extraña sensación de humedad que recorría su cuerpo le hacía sentirse mejor. Alargó la lengua para recoger sus azules lágrimas y se introdujo una ínfima parte de aquel extraño material gelatinoso en su garganta.
Un extraño frescor bajando por su garganta le produjo ánimo y decidió que tenía que volver a intentar mover su cuerpo.
Con toda la fuerza de que era capaz empujó sus brazos hacia el aire y más gotas de sudor cubrieron su cuerpo y perlaron su frente. Sin embargo lo consiguió.
Al sentirse libre hizo otro ardoroso esfuerzo por erguirse y levantarse y, como gelatina dura, sus piernas se estiraron.
Anduvo unos pasos hasta el espejo y se miró.
No sabía definir cómo se sentía. Una mezcla de sentimientos rugían en su cerebro y en su propia alma. Estaba confuso. Sabía que estaba enfadado e irritado pero también se sabía feliz y libre.
Entonces, ¿qué hizo que se preguntase por qué odiaba tanto el color de sus ojos?
Su mirada, inyectada en sangre, se postró sobre el espejo y lo atravesó. Quería ver a través de él. Ni siquiera dedicó un minuto de su tiempo a desembarazarse de aquella carcasa azul que lo envolvía desde hacía... ¿cuánto tiempo?.
Los músculos de su garganta se tensaron.
Los músculos de sus manos y sus piernas se tensaron.
Miró sus ojos sin papadear. Eran los ojos de su padre, los ojos de Clara.
- Os odio. -Logró articular.

La mujer se levantó y, al mirar el reloj despertador y comprobar que se había dormido, saltó de la cama y salió rápidamente de su habitación. Ni siquiera se puso el salto de cama que su hijo le había comprado en Viena tras un concierto multitudinario que le aportó más fama y beneficios económicos.
Corrió descalza hasta la cocina y se preguntó si no sería mejor despertar a su hijo primero. El desayuno lo haría mientras el chico se duchaba y se vestía.
Caminó por el pasillo hasta la habitación del hombre y entreabrió la puerta. La cama estaba deshecha. Dio unos pasos hacia el interior y se acercó hasta el lavabo.
La puerta del cuarto de baño estaba entreabierta y no se oían ruidos del interior. Si no se estaba duchando ¿dónde estaba?.
- ¿Cariño?. -Llamó.
Al no obtener respuesta se acercó más y tocó con los nudillos en la puerta. Finalmente, tras una espera sin contestación, decidió entrar.

Cuando vio el cuerpo semi desnudo de su hijo tirado en el suelo de gres que habían elegido juntos cuando decidieron cambiar de piso, le dio una pequeña taquicardia.
El hijo estaba tumbado de espaldas a ella.
Se tiró hacia él con la mirada desorbitada.
En su locura, sus ojos no vieron la sangre hasta que le dio la vuelta al cadáver.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo y su corazón galopó con prisa, con demasiada prisa.
- Levántate, ¿me oyes?.
La mujer veía las cuencas vacías de los ojos de su hijo pero se negaba a admitirlo. La sangre había emanado de ellas y ahora no había sino una masa sanguinolenta de carne.
Se puso una mano en el corazón y le gritó mentalmente que parase aquella loca velocidad porque no iba a ser capaz de soportar un ataque al corazón y ayudar a su hijo a vestirse y a acompañarlo al concierto a un mismo tiempo.
Por un momento creyó morir sin embargo su fuerza era superior de lo que imaginaba. Era una mujer luchadora, por eso, precisamente por eso, había conseguido que su hijo llegase tan lejos.
No miró las manos ensangrentadas de su hijo que aferraban fuertemente los ojos azules que un día la habían mirado con amor y gratitud.
Se desesperó mirando a un lado y otro del cuarto de baño, pensando qué podía hacer para llegar a tiempo al concierto con su hijo en buenas condiciones.
Entonces, en mitad de su locura, vio una imagen en el espejo y un vuelco al corazón la sobresaltó.
- Clara.
En el espejo, una imagen antigua, cuando ella tenía treinta y tres años y Clara no era más que una cría. Un estorbo, había pensado.
La niña yacía en el suelo del cuarto de baño de la casa antigua, con las cuencas de sus ojos ciegos vacías. Inerte tras un derrame incontrolado, como su hijo.
La mujer lloró a su pesar.
No había querido recordar aquello sin embargo alguien le había puesto esa imagen en el espejo y la lucidez le advirtió de lo que le había ocurrido a su hijo.
El hijo estaba muerto, desangrado. Pero antes se había quitado los ojos, como Clara.
Lágrimas verdes recorrieron sus mejillas pálidas y su mente febril se preguntó por qué aquellas gotas tenían el mismo color de sus ojos. Verde como los bosques, verde como el césped, verde como sus propios ojos.
Y gelatinosos.

1 comentario:

malaschambas dijo...

Este tambien lo escribio Lady Mordred? Me gusta el titulo, "azul", es raro ver escritos sobre hombres hechos por feminas, casi siempre son egoescritos.